Hace ya bastantes años, cuando practicábamos bailes de salón, nos propusieron en la academia aprender un nuevo baile: el Tango. Desde entonces a él nos dedicamos con empeño pues era algo que siempre habíamos querido aprender y que demandábamos una y otra vez a nuestra profesora, sin mucho éxito hasta entonces. Así que nos sumergimos en un sinfín de figuras tangueras perfectamente coordinadas entre la pareja en coreografías interminables.
Un día que estábamos en la sala de baile habitual donde
solíamos pasar muchas tardes de domingo practicando nuestros bailes de salón y
compartiendo con nuestros compañeros de afición reparamos en una pareja de
bailarines que veíamos allí por primera vez. No eran habituales del salón y
seguramente habían acabado allí en busca de un lugar para pasar el domingo.
Sonó un tango y antes de lanzarnos a la pista, esa misteriosa pareja comenzó a
bailar. Inmediatamente abortamos nuestra intención de bailar ese tango y nos
quedamos sentados ensimismados contemplando la ágil caminata tanguera de esa
pareja, la elegancia de movimientos, la coordinación improvisada en cada
momento, la adaptación a la pista de baile, sobre todo la actitud apasionada,
el embeleso de ella y la firme decisión de él, el abrazo próximo que mantenían,
las miradas cómplices… En ese momento comprendimos que debíamos buscar otra
academia para aprender tango. No sabíamos que pronto el Tango iba a acaparar
toda nuestra energía de bailarines, relegando los demás ritmos.
Con el tiempo llegamos a conocer a aquella misteriosa pareja
con la que compartimos muchos tangos desde entonces en las milongas en las que
coincidíamos, aunque no sé si les llegamos a informar de la importancia que
tuvieron en nuestra elección.
A veces, cuando
visitábamos la sala de baile de salón con nuestros amigos bailarines de
siempre, alguno de ellos nos comentaba que el tango les parecía un baile soso,
aburrido, en el que los bailarines ponían cara de ir sufriendo. En
contraposición a los bailes de salón, sobre todo los latinos, toda energía,
vitalidad, alegría y sensualidad. Y, claro, desde el punto de vista del
espectador sí que puede parecer algo parecido a eso, sobre todo cuando las
tandas son algo sosas aunque melodiosas y bellas, carentes de “tangazos” de las
orquestas famosas que todos conocemos. Entonces te limitas a andar lentamente,
como si flotaras, e iniciar algunos tímidos
giros, ochos y sandwichitos sin mucho ímpetu. Yo soy de la opinión que cuando
bailamos en las plazas con el loable fin de difundir el tango y atraer futuros practicantes de esta nuestra
pasión, se deben elegir tandas llenas de vitalidad que den lugar a que el paso
sea ágil, la música invite a giros enérgicos, y ¿por qué no? “Ahora una corrida, una vuelta, una sentada; ¡Así
se baila el tango... un tango de mi flor! “.
El tango de salón es mayormente
para bailarlo. Para contemplar, mejor el tango escenario donde los
pies y piernas vuelan por los aires en
piruetas increíbles y espectaculares.
A no ser que nos transmitan la pasión del tango.
Si hay algo que nos dijo que debíamos bailar tango al
contemplar a la pareja misteriosa quizá no fueran las quebradas, corridas y
sentadas, pero sí la elegancia, la pasión, la sangre que subía a cada
compás.
Si alguien asiste a una muestra de tangueros bailando en una
plaza, una estación, un bulevar, un parque, tendrá que asistir a una muestra de pasión
como con Tanturi y Castillo cuando nos dicen cómo se baila el tango: “Sintiendo
en la cara/ La sangre que sube/A cada compás; /Mientras el brazo/ Como una
serpiente,/ Se enrosca en el talle /Que se va a quebrar./Así se baila el
tango!/ Mezclando el aliento, /Cerrando los ojos / Pa' escuchar mejor/ Cómo los
violines/ Le cuentan al fueye/ Por qué desde esa noche/ Malena no cantó.”
Esa será la forma de transmitir la pasión que el Tango nos
proporciona a la gente que, expectante, contempla nuestro abrazo milonguero y
que quizá desde entonces se plantee aprender Tango.
Imagen bailarines: Mike Dee
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